El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni
escribir. A las cuatro de la madrugada se levantaba del catre y salía al campo
llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se
alimentaban él y la mujer.
Vivían de esta escasez mis abuelos
maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a
los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo.
Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran
analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba
hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa,
recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su
cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los
animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era
por primores por alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que
les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día.
El día a día
era muy duro porque tenía que cuidar bien de sus lechones con el fin de
poderlos vender a buen precio. Eran tiempos de escaseces y todo esfuerzo era
poco para sobrevivir. No se andaba con rodeos, cuando un lechón estaba gravemente enfermo, lo sacrificaba ya que si no le costaba mucho dinero y comida mantenerlo.
Cuando llegaba el verano, vendía los cerdos que ya estaban grandes y con el dinero que se sacaba, compraba buena comida y con lo que le sobraba, lo guardaba para cuando lo necesitara con máxima urgencia, es decir, durante el frío invierno que causaba enfermedades.
Cuando llegaba el verano, vendía los cerdos que ya estaban grandes y con el dinero que se sacaba, compraba buena comida y con lo que le sobraba, lo guardaba para cuando lo necesitara con máxima urgencia, es decir, durante el frío invierno que causaba enfermedades.
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